“No hay razón sin emoción”, dice el neurocientífico Francisco Mora. El juego nos emociona y nos divierte. Hace que nuestro cuerpo segregue dopamina, la química del aprendizaje. Facilita la creación de entornos distendidos, libres del peor enemigo que tiene nuestro cerebro: el estrés. Además, crea lugares donde explorar sin miedo y favorece la aparición de nuestro mejor aliado para aprender: el error.